jueves, 12 de enero de 2012

Las guitarras empezaban a escucharse. A lo lejos podía sentirse aquellas ondas salvajes, haciendose camino a traves del aire.
Como un león extasiado devoraba todo rastro de tranquilidad a su paso.
Finalmente, aquel sonido distorsionado llegó a sus oídos. Nada más que unas simples notas alcanzaron para erizar cada vello de su cuerpo
Metros de intestino, miles de kilometros de venas y arterias, cientos de watts dentro de su cerebro.
Todas y cada una de sus fibras se estremecieron. Repentinamente los problemas parecían ajenos a él...

Se encontró a sí mismo en otro lugar. Cuatro acordes lo sarandeaban de arriba hacia abajo en una suerte de danza judía interpretada por una marioneta. Se sumergió en la calma, se permitió volverse uno con la música.

Poco a poco caía en aquel dulce abismo.

Y así sin mas, sin previo aviso, entro en su cuerpo aquella voz. Una suerte de destello de los dioses. Un manjar que solo su sentido auditivo podía degustar. Una mezcla de estertor agónico y sinfonía angelical que trascendía tanto el tiempo y el espacio.

Aquel dios de cabellos dorados y enrulados era el dueño de esa voz. Como una sombra que todo lo devoraba, se movía por el escenario, adueñándose de él en cada paso. En cada nota, cada gemido de puro placer musical, cautivaba más a la audencia.
Los espectadores, allí abajo, eran los subditos, y aquel joven de voz aguda y chillona, vestido con pantalones acampanados y una remera abierta hasta su pecho, era el rey.

Rapidamente, aquel príncipe dorado realizó un movimiento pélvico hacia el joven de la guitarra, como invitándolo en aquel juego en que la energía sexual se mezclaba con la música. Se entrelazaban, se hacían uno. Aquella guitarra y aquella voz eran la amalgama perfecta.

Aquel guitarrista portaba en sus (Hasta entonces) tímidas manos, una les paul, como un brujo que porta su cetro a donde quiera que va. Era parte de su cuerpo. Esa guitarra lo definía. Esa guitarra lo completaba.

Luego de la invitación del príncipe dorado, los ojos del brujo se transformaron. A través de aquella cabellera negra, ondulada y mugrienta, podía verse un brillo en su mirada. Su forma de pararse cambió.
Pusó un pie delante, y apretó con fuerza el pedal que yacía a su lado.
Pronto, miles de notas alcanzaron el cielo y bajaron en picada. Como buitres hambrientos, se alimentaron de la ansiedad de cada una de las personas allí presentes. Esas melodías no podían provenir de una mente humana. Aquel sonido, cual risa contagiosa, socavaba las mentes de cada individuo que lo escuchara. No era un simple solo. Era el sonido de la rebelión. Era el sueño de cada uno de los espectadores, materializado en una onda de sonido que de tener imagen, sería la de una femme fatale, seduciendo y dejando rendido a sus pies a cada persona que se encontrara con su caminar.

Finalmente aquel sonido orgásmico llegó a su fin.

En un juego de amistad y hermandad, el príncipe y el brujo improvisaron el final, arrojando sus últimos yeites y aces bajo la manga.

...

El acorde final.

El príncipe apartó su cetro, y la voz dorada del príncipe ya no se escuchó más. El público aclamaba, pero aquel zeppelin de plomo ya había terminado su vuelo.

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